por Sebastián Liera.
Sebastián Liera |
A veces, cuando
hablamos de Commedia dell’arte, lo
primero que nos viene a la cabeza son dos de sus elementos primordiales: la
improvisación y el uso de la máscara; pero, sobre todo a partir de la creación
de academias para la formación actoral en el siglo 19 y de su incorporación al
modelo de la educación superior universitaria que nos viene desde el
Renacimiento, en los siglos 20 y 21 solemos olvidar que estos y otros elementos
de la commedia dell’arte inicialmente
se aprendían por imitación de los cómicos que de suyo ya encarnaban las
máscaras de la propia commedia y, que
dicha transmisión por imitación, se hacía las más de las veces de generación en
generación.
Podemos
hablar de grupos o personalidades que son continuadores de la herencia de pasar
de padres a hijos, de tíos a sobrinos o de abuelos a nietos las técnicas que
sus antepasados de los siglos 16 y 17 adquirieron en compañías como los Gelosi o los Fedeli; pero la verdad es que las técnicas de la commedia dell’arte, por lo menos en
América Latina, o las aprendemos en talleres o cursos impartidos por colegas
que sin ser herederos por consanguinidad de aquellos grandes cómicos articulan
experiencias pedagógicas con afanes casi arqueológicos, o las adquirimos en
experiencias que abrevan de la tradición cómica dell’arte como parte de una herencia genealógica tan amplia que
muchas veces no se reconoce simplemente porque se ignoran los puentes entre una
tradición y sus herederas.
En mi
caso sucedió algo cercano a esto segundo: yo nunca he tomado un solo taller en commedia dell’arte; vaya, ni siquiera
cuando estuve en el Centro Universitario de Teatro de la UNAM, porque Antonio
Crestani y José María Mantilla impartieron el curso que diseñaron a partir del Manual mínimo del actor, de Darío Fo,
cuando yo ya había egresado; no obstante, cuando coordiné una práctica a la que
intitulamos No es lo mismo…, donde
personalmente creo que he puesto más en juego los recursos de la commedia dell’arte, yo había pasado por
dos experiencias que genealógicamente son herederas de ésta: en Torreón, bajo
la dirección de José Luis Urdaibay, aprendí y puse en juego durante poco más de
un año algunos técnicas del clown
interpretando un personaje que sin la lascivia de los vecchi de la commedia
dell’arte puede compararse con Il
Dottore por la vía del payaso cara blanca; más tarde, en Cuernavaca,
aprendí en la praxis y por imitación
una técnica actoral que se reconoce directamente heredera del teatro de carpa
de finales del siglo 19 y principios del 20, bajo la guía de Berta Alicia
Macías Lara y Eduardo López Martínez, quienes me incorporaron a su espectáculo Sancochado callejero para interpretar un
personaje que de algún modo es la versión mexicana postcarpera de Il Capitano
de la commedia dell’arte.
Las
siguientes experiencias corrieron por la vía ya no sólo del actor, sino también
del director con complejo de maestro; una de ellas ocurrió estando al frente
del Taller Juvenil de Artes Escénicas «Mitote», perteneciente a la asociación
civil Cultura Joven, donde dirigí algunos sketches
de Sancochado callejero para el
montaje de algo que llamamos Una pura y
dos con sal donde, además de interpretar a Perico el Merolico (una especie de Il Dottore pícaro con más de zanni
que de magnifici), más que enseñar,
mostré al resto del reparto “cómo hacer” a El
Peladito (una mezcla de Arlecchino
y Brighella), La Indita (una suerte de Colombina)
y mi propio personaje: El Polecía,
cerrando así el círculo genealógico.
Sancochado callejero y Una
pura y dos con sal eran, sobre todo, espectáculos de un teatro de carpa
(sin carpa) que estaban diseñados para representarse en la calle, las plazas
públicas, los parques o los patios de las escuelas; se trató de montajes cuya
estructura dramática era más parecida a los espectáculos de los cómicos de la legua, en España y la
Nueva España, que a los de sus pares dell’arte;
pero que, en cuanto a sus personajes, estaban más cercanos a los de la comedia dell’arte, por el uso de
máscaras y rutinas acrobáticas y de malabarismo, que a las figuras de donaire (graciosos
o simples) de los Siglos de Oro.
No
sería sino hasta en No es lo mismo…
donde entraría en juego el recurso de la improvisación. No es lo mismo… fue un juguetito escénico que monté con jóvenes en
situación de calle como parte de un proceso de intervención social más amplio y
complejo llevado a cabo por Centros de Prevención Comunitaria Reintegra, una
institución de asistencia privada que hace operación social con sectores de la
población vulnerables de sufrir situaciones críticas asociadas a la
drogadicción y la farmacodependencia en la colonia Guerrero y en el barrio de
La Lagunilla de la ciudad de México. Buena parte de los muchachos que
encarnaron a los personajes batallaban mucho para memorizar los textos debido
al deterioro de su sistema nervioso por el consumo de sustancias tóxicas, así
que lo que inicialmente obedecía a una estructura dramática de paso o entremés
áureos se convirtió, por necesidad, en algo parecido al canovaccio de la commedia
dell’arte.
Puede
parecer contradictorio que, siendo el canovaccio
un guión de acciones y textos diversos que precisa de una memoria prodigiosa,
yo compare la estructura de No es lo
mismo… con él; pero si lo hago es porque no se trataba de cualquier tipo de
muchachos: la mayoría de ellos eran payasitos callejeros, lo que les había dado
desde antes de la práctica escénica de No
es lo mismo… una experiencia y un dominio del oficio realmente
sorprendentes. Al igual que los cómicos dell’arte,
estos artistas, callejeros en más de un sentido, poseían una amplia gama de
recursos textuales y gestuales que pusieron en juego a favor de la práctica.
Bastó que se aprendieran el orden de la trama para enriquecerla con la
infinidad de recursos que ellos de suyo ya tenían.
Las
técnicas de la commedia dell’arte
funcionaron entonces como herramientas pedagógicas y recursos de la puesta en
escena. Fueron dos años en las cuales a el uso de la máscara, las rutinas
acrobáticas, los trucos de malabarismo y el gesto fársico que ya de por sí
usaba, se sumaron el juego del lazzi
y la técnica de improvisación que terminaron por hacer de esa experiencia una
práctica escénica contemporánea, donde la característica principal fue la
apropiación de la commedia dell’arte
como parte de una exploración estilística. Por otra parte, comprobé que hacer
teatro con un sentido de inclusión social no tiene porqué significar la
renuncia a procesos de perfeccionamiento en la formación actoral.
En
2006 No es lo mismo… se convirtió en lazzi de un espectáculo más complejo:
una suerte de procesión teatral, a medio camino entre las representaciones de La Pasión de Cristo y los carnavales
medievales y renacentistas, que Jessica Cortés y yo articulamos. La anécdota
central la tomamos de un cuento de
Onelio Jorge Cardoso, Francisca y la
Muerte, en el cual la Muerte realiza todo un periplo para llevarse a una
Francisca que aun anciana es tan vital que termina rindiendo de agotamiento a
la Muerte misma. En términos de intervención social, el logro fundamental de
esta práctica escénica que siguió estando basada en la commedia dell’arte fue que los jóvenes en situación de calle
participaran como instructores, guías, maestros y monitores de niñas y niños en
situación de riesgo cuyos padres y madres les habían confiado su cuidado.
Estamos hablando de un cambio radical en la representación social que los
muchachos tenían de sí mismos y en la que la comunidad tenía de ellos; ya no
eran los “buenos para nada”, sino los artistas, los maestros.
Posteriormente,
en espacios de formación teatral y no de operación social, tales como una
Escuela de Iniciación Artística del INBA o, más tarde, la Escuela Superior de
Artes de Yucatán, he llevado a cabo algunas experiencias donde la improvisación
sigue siendo un recurso fundamental; pero estas experiencias estuvieron
encaminadas más a la exploración de una posible técnica del cómico de la legua novohispano y
peninsular de los siglos 16 y 17 que a la commedia
dell’arte. A esta búsqueda pertenecen los procesos de los talleres,
seminarios y cursos de los que surgieron: un ejercicio en torno a El retablo de las maravillas, de
Cervantes, y, más recientemente, lo que llamé paseos novoauriseculares, en particular el de Fuente Ovejunica; pero eso, como dice la frase popular, es otra
historia.
Mérida,
Yucatán; octubre de 2012.
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